Dice el escritor mexicano Carlos Mosiváis: Somos tantos en ciudad de México que el pensamiento más excéntrico es compartido por millones. Oficialmente, el DF tiene más 8.8 millones de habitantes. La zona metropolitana del Valle de México, pasa de los 26 millones de habitantes. Por eso es muy difícil cruzarse casualmente con alguien que uno encontró en otro lugar; en el supuesto de recordar su cara. No hablo del que esta en un negocio trabajando, o en un puesto fijo; en estos casos sólo con regresar al mismo punto, se puede encontrar a las mismas personas.

Lo que me sucedió un día viajando en la línia 3, que va de Universidad a Indios Verdes; en una estación que no recuerdo si era Coyoacán o Zapata. Por la ventanilla vi circular,  recién descendido del mismo convoy en el que yo me encontraba, un tipo que había sido vecino mío de habitación en un hotel de Campeche, unas semanas antes. Lo recordaba por su aspecto singular y porque tuve la desgracia de sufrir algunos de sus defectos.

Era un joven del que no podria precisar la edad, pero que bien seguro pasaba de los 30; se me hace difícil concretar. Obeso y bajito, más bien parecía una aceituna con patas;  llevaba unas lentes de culo de baso: antiguas, de esas de material transparente, color al agua crema y con manchas marrones. Un tipo extraño, solitario, de malas maneras, que no se comunicaba con nadie. Lo contrario de un personaje simpàtico, creo que causaba una cierta repulsión su trato. Aparentemente se podría decir que era un individuo de pocas luces, o quizás en su interior albergaba un intelectual; quizás un cientifico excepcional. Imposible de saber.

La habitación del hotel de Campeche era un edificio de una sola planta y con un patio interior alfombrado de bonitas baldosas; lleno de mesas y sillas donde desayunabamos: no sólo los clientes del hotel, sinó personas de fuera. La característica de mi habitación era que la pared no llegaba al techo; eso suele suceder en habitaciones sin aire acondicionado de hoteles situados en antiguas casas coloniales de paises cálidos, para que circule el aire en los compartimentos. Por tanto, el techo estaba unos metros más arriba del final de las paredes que separaban los cuartos; en el caso, únicamente había otro cuarto contiguo al mío en esa estancia del hotel.

El tipo, del que nunca sabré su nombre, ocupó durante unos días esa habitación contigua a la mia. Los problemas aparecieron con su llegada: sus ronquidos y sonidos extraños, sus supiros profundos; a veces llegaba tarde a dormir, teniendo la luz prendida durante muchas horas en la noche. Como la habitación no tenía separación hasta el techo; la luz de mi vecino sumía mi cuarto en una cierta luminosidad, más allá de lo tenue.

Por ese cúmulo de circunstancias, incluido su carácter poco simpático; tomé una cierta manía aquel individuo. Se me hizo inolvidable. Al verlo pasar por el andén, delante de la ventanilla del vagón de metro, me pareció extraordinario que una suma de casualidades dieran lugar a ese segundo sorprendente. Porque, puestos a pensar en la cantidad de probabilidades de que eso no suceda nunca; estas siempre son mucho mayores de que un encuentro así pueda suceder. Sólo con unos segundos de adelanto, o de atraso, y jamás se hubiese dado la coincidencia. Que yo hubiese mirado para otro lado, o que él hubiese subido a otro vagón, tampoco.

Teniendo en cuenta los millones de pasajeros que cada día circulan por el metro de Ciudad de México, y que, yo, sólo he sido un viajero temporal, sin ninguna rutina en los horarios. Hace que encuentros como este, tiñan a la vida con tonos de misterio; tonos indefinidos que nos dejan pasmados, y que a veces nos llevan a pensar en circunstancias desconocidas  manejando los hilos de nuestros destinos, o manejando nuestros movimientos, en muchas ocasiones: incompresibles. El pensamiento está tentado a escapar de una lógica de probabilidades demasiado remotas.

Quizás alguien juega con nuestras vidas y se divierte, quizás simplemente son cosas que pasan como al que le toca la lotería. Incluso hay quien acierta.

Pero al final, todo es atribuible a dos factores: la memoria y la observación. Sin estas dos premisas, las coincidencias sólo son puntos en líneas que pasan una junto a otra sin apreciar su temporal paralelismo.