La primera vez que vi la Península de Araya fue desde lo alto del castillo de Cumaná. Una enorme franja desértica ocupaba el horizonte más allá del Golfo de Cariaco. En aquel primer momento la península, más que una vista atrayente, parecía una muralla desolada que impedía ver el confín del mar, allí donde se junta con el cielo: evitaba  quizás divisar, soñar, imaginar las pequeñas islas de las Antillas Menores como un espejismo del Caribe.

Fué gracias a un joven viajero francés, que conocí casualmente volviendo de Mochima, quien hizo interesarme por visitar Araya. La conversación de ese día fue más o menos así:

-.He Venido varias veces a Venezuela, me encanta la Península de Araya. Dijo él                                                                                                                                            -.Araya! Pero si allí no hay nada! Dije yo.

El caso es que a raíz de esta conversación, y de otras opiniones que escuché en el bar de la Posada, donde se alojaba el joven francés. Un local que reunía un grupo de personas de diferentes nacionalidades; individuos que tenían en común un punto de vista muy libertario de la vida. Gente viajera que no se ata a nada, que se queda donde se encuentra a gusto, tanto tiempo como les parezca: pueden ser horas, días o años. Escuchando a esta gente fué cómo decidí que una visita Araya era imprescindible.

Llegar a Manicuaré, el puerto donde atracan los Tapaditos, es como llegar a otro mundo. Los miedos, y angustias de la travesía del golfo, desaparecen; te invade una inmensa paz, parece que te encuentres bajo los efectos de un estupefaciente.  En la península, el tiempo parece que no pasa, y la gente vive en una calma difícil de describir. Nada que ver con la desconfianza, y los peligros que ahogan con miedo las grandes ciudades venezolanas, donde a menudo la violencia de las armas, y los asaltos marcan la regla.

En un taxi compartido, un viejo, y grandioso coche americano de los años setenta u ochenta; viajé hacia la población de Araya. Los paisajes son como imaginarios: tierras amarillentas, tierras rojizas; un inmenso estanque de salinas con aguas rojizas. Todo en medio de una luz cegadora, y un cielo transparente, tan azul que parece irreal.

El taxi me dejó en la última parada. Araya no es la población típica de calles, y casas unas junto otras. En Araya, las calles, aunque asfaltados, parecen caminos. Y las casas están diseminadas por la enorme llanura. Cerca de donde me dejó el taxi están las salinas; cruzando un descampado, que admirado por el color rojo del agua que se divisa desde la orilla. Cuando saqué la cámara, de improviso, como si surgieran de la nada, aparecieron un grup de niños que llamaran mi atención, que se colocaban delante de mi objetivo insistiendo en que les sacara  fotos. Me ví en medio de un alboroto alegre que me diviertía. Eran los niños de la casa escuela de acogida La Salina. En ellos diviso el futuro de Venezuela, quizás el futuro que me gustaría: espontaneidad, belleza, empuje, alegría, puntos de ingenuidad llena de agudeza; y sobre todo personas sin miedo, y con mucha nobleza. Mientras enfoco la cámara, los actores se han multiplicado, y todos quieren aparecer en las imagenes. Cada momento debo alejarme más porque no me entran en la perspectiva, y ellos cada vez se acercan más a mí. Me sale una sonrisa de alegría, digo: -. no se acerquen tanto, sinó, no puedo tomarlos a todos.

Al cabo de un rato volví a encontrarme solo en la inmensa llanura, junto la orilla de la salina. Como por arte de magia, todos los niños habían desaparecido, de manera tan sigilosa como aparecieron. Desde la salina, ando por caminos-calles polvorientas- hacia la playa, allí la arena clara me hiere los ojos, el Sol me pincha con sus rayos por todo el cuerpo. Pocos bañistas, se nota que no es fácil llegar hasta Araya, y mucha gente tampoco conoce esta región, como yo unos días antes, que infravaloraba el lugar que se me regalava a la vista en el horizonte.

Me dirijo hacia el Castillo, una impresionante fortaleza abandonada y de imponentes muros agrietados, construida en la época colonial. Hecha edificar por los españoles a partir del año 1623, con el objetivo de controlar la bahía y evitar las incursiones holandesas. El castillo fué la primera fortaleza edificada durante la colonización española en las “provincias de Venezuela”. Uno de los primeros miembros de la guarnición fué el catalán Joan de Urpí que posteriormente sería el fundador de la Barcelona de Venezuela. El eminente científico alemán Alexander Von Humbolt, muy respetado en Venezuela, y en otros países latinoamericanos, por sus estudios de la fauna, flora, arquitectura, y las civilizaciones y culturas de antes de la imposición del yugo europeo. Pasó también por Araya.

Nunca podré olvidar este rincón de ensueño, ni las pequeñas cosas que me hicieron estar profundamente a gusto en la Península de Araya. Son de esos momentos que quedan para siempre en la balanza de los recuerdos llenos de fruición que acompañan a los viajes por las tierras americanas, y que incitan a volver una vez, y otra ..

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Vista desde el Castillo en Araya.
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Salinas de Araya.